martes, 12 de febrero de 2008

El sol cae a plomo en el barrio marinero de la ciudad, si pudiésemos oler, oleríamos a pescaito frito, a basura y a crema protectora.En una casa diminuta, en al que se juntan el salón con el retrete y la ropa sucia con la planchada, la novia se prepara en su habitación. Ella tranquila, como el sol, se mira en el espejo. Fuera de la habitación hay un griterío ensordecedor.
La novia se levanta de la silla, la pone en su sitio y sale de la habitación pasando por encima de la multitud.
Al salir de casa están los vecinos esperándola, algunas viejas sentadas en sillas de plástico, niños que interrumpen su juego o su delito para mirar a Adela vestida de blanco. Algunos, para los que es difícil bajar a la calle miran desde el balcón , medio camuflados entre los geranios. Adela camina, como si lo hiciera por encima del mar. La familia sale detrás suyo, unos recolocándose los vestidos y los peinados, uno subiéndose lo bragueta.
Las campanas de la iglesia redoblan las esquinas, las palomas alzan el vuelo, los turistas sentados en las terrazas se comen a ellos mismos y hacen fotos. La novia aparece en la plaza de la iglesia, soleada, quemada, la fuente parece un miraje, bebe de ella y entra lentamente en la sombra de la iglesia. Allí, un órgano casi bien afinado le da la bienvenida, a su lado, la fuente de agua sagrada sin marca, hecha de mármol casi blanco. Adela se mira los zapatos y poco a poco levanta la cabeza viendo, por fin, al futuro más inmediato, casi presente. La piel se le pone de gallina y se le endurecen los pezones. Al fondo, justo en el punto de fuga que marca la perspectiva está el novio, tiritando.

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